19/1/11

Gramática, ¿sí o no?

La pertinencia de los contenidos gramaticales en las clases de Español es innegable. Incluso, perspectivas vigentes en la enseñanza de la lengua y la literatura, como el enfoque comunicativo, coinciden en que este saber, adaptado a las necesidades de los escolares, en el que se sistematicen los conocimientos gramaticales necesarios para el dominio de los mecanismos de la textualidad y de la adecuación de los textos a las circunstancias contextuales, es necesario.
A pesar de que por lo menos desde los 80 se ha replanteado la forma tradicional de enseñarla gramática y se ha concluido sobre la importancia de mantenerla en las currículas actuales, aún persiste la polémica acerca de la utilidad de la gramática.
A guisa de ejemplo, dos textos (uno a favor y otro en contra) que abonan a la discusión, y que bien se pueden discutir con los alumnos antes de abordar un conocimiento gramatical, de forma que sirva de motivación.


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El gramático a palos1
Luis Landero
Tengo un joven amigo que, después de diez años de estudiar gramática, se ha convertido al fin en un analfabeto de lo más ilustrado. Se trata de un estudiante de bachillerato de nivel medio, como tantos otros, y aunque tiene dificultades casi insalvables para leer con soltura y criterio el editorial de un periódico, es capaz sin embargo de analizar sintácticamente el texto que apenas logra descifrar. Su léxico culto es pobre, casi de supervivencia, pero eso no le impide despiezar morfológicamente, como un buen técnico que es, las palabras cuyo significado ignora y enumerar luego de corrido los rasgos del lenguaje periodístico, y comentar las perífrasis verbales y explayarse aún en otras lindezas formales de ese estilo. De puro disparatada, a mí la paradoja me resulta hasta cómica, quizá porque, como bien decía Bergson, siempre es motivo de risa la teatralidad con que se manifiesta lo que en el hombre hay de rígido, de mecánico, de autómata. O, si se quiere, de deshumanizado. A mí todo esto me recuerda a Charlot en la cadena de montaje, aplicado y absurdo, cautivo en movimientos maquinales de títere hasta cuando se rasca la pantorrilla con el empeine del zapato. Este joven no está lo que se dice alfabetizado, es cierto, pero sí ampliamente gramaticalizado, y la suya es sin duda una forma bien laboriosa de ignorancia. Podríamos también decir que lo que le falta en construcción y fundamento le sobra sin embargo en presencia y diseño. Vaya, pues, una cosa por otra. Libros, ha leído pocos, y no quizá por falta de afición sino porque ahora en las escuelas se enseña poca literatura y mucha lengua. Hay que estudiar demasiada gramática como para andar perdiendo el tiempo en novelas de caballerías. Aunque en la teoría no tiene por qué ser así, la práctica es otra cosa. En la práctica, la literatura está pasando incluso a ser una provincia más de esa patria común que es la lengua (o más bien de ese Saturno que devora a sus hijos), y donde a menudo ha de convivir, de igual a igual, con esas otras provincias que son el periodismo, la publicidad, la ciencia y la técnica, o la jurisprudencia. Ahí, en esa gran democracia, si es que no compadreo, todos alternan y se codean con todos. Y es que, si de lo que se trata es de enseñar lengua, la verdad es que tanto da diseccionar una lira de fray Luis como el eslogan de una marca de detergente o una receta gastronómica, porque al fin y al cabo la cantidad de gramática y de semiología que hay en esos mensajes viene a ser técnicamente más o menos la misma.
Pero, en fin, todo sea por esa buena y sacrosanta causa que es el aprendizaje de la lengua, puede pensarse. Claro que, luego, uno se pregunta: ¿y para qué sirve la lengua? ¿Para qué necesitan saber tantos requilorios gramaticales y semiológicos nuestros jóvenes? Porque el objetivo prioritario de esa materia debería ser el de aprender a leer y a escribir (y, consecuentemente, a pensar) como Dios manda, y el estudio técnico de la lengua, mientras no se demuestre otra cosa, únicamente sirve para aprender lengua. Es decir: para aprobar exámenes de lengua. Entre ellos, el de selectividad, por supuesto, que eso son ya palabras mayores. Yo sospecho que, en algún oscuro departamento de alguna universidad, en el centro de algún laberinto pedagógico, alguien alimenta el sueño, o más bien la pesadilla, de que algún día habrá en España cuarenta millones de filólogos.
El asunto, de cualquier modo, no es de ahora. En 1879, por ejemplo, en el Boletín de la Institución Libre de Enseñanza escribía Manuel B. Cossío: "¿Por qué no suspender el abstracto estudio gramatical de las lenguas hasta el último año de la enseñanza escolar y ejercitar al niño en la continua práctica de la espontánea y libre expresión de su pensamiento, práctica tan olvidada entre nosotros, donde los niños apenas piensan, y los que piensan no saben decir lo que han pensado?" Ciento veinte años después, la erudición gramatical, aunque con distinto ropaje, sigue vigente en las escuelas, y va camino de convertirse poco menos que en una plaga de dimensiones bíblicas.
Lo que le ocurre a mi joven amigo me recuerda mis tiempos de estudiante de Filología Hispánica. Yo llegué a sufrir aún los excesos, tan ridículos como estruendosos, de la erudición. Jamás en cinco años llegamos a comentar ni una sola página de La Celestina, el Lazarillo o el Quijote. Como en aquel relato de Kafka donde el mensajero del emperador no podrá llegar nunca a su meta porque la inmensidad del propio imperio se lo impide, o por la misma razón por la que Aquiles no conseguirá darle alcance a la tortuga, de igual modo tampoco nosotros accedíamos nunca a los textos originarios porque antes había que atravesar un laberinto inacabable de datos, de hipótesis, de averiguaciones, de fechas, de variantes, de teorías, que (ahora lo sé) no eran un medio para llegar a la obra y enriquecer la lectura sino un fin en sí mismo. Tampoco mi joven amigo sabe bien lo que lee porque, entre él y los textos, se interpone siempre la gramática, como un burócrata insaciable. Un poco al modo de aquella parodia donde Cortázar da instrucciones para subir una escalera, tanto mi joven amigo como yo nos quedamos en la higiene de los manuales de uso, sin lograr apenas ascender unos cuantos peldaños.
No hay esperpento sin un fondo solemne sobre el que destacarse. ¿Y qué mejor fondo, y de mayor solemnidad, que el de la técnica, sobre todo si se le añade el aura de un cierto hermetismo? Ante la cosa técnica, y la superstición de lo útil, todos callan y otorgan, como si se tratase del traje nuevo del emperador. Hace ya tiempo que la tecnificación del saber llegó también a las humanidades, culpables acaso de parecer sobrantes y anacrónicas en el mundo de hoy. Uno no tiene nada contra la gramática, pero sí contra la intoxicación gramatical que están sufriendo nuestros jóvenes. Uno está convencido de que, fuera de algunos rudimentos teóricos, la gramática se aprende leyendo y escribiendo, y de que quien llegue, por ejemplo, a leer bien una página, entonando bien las oraciones y desentrañando con la voz el contenido y la música del idioma, ése sabe sintaxis. Sólo entonces, como una confirmación y un enriquecimiento de lo que básicamente ya se sabe, alcanzará la teoría a tener un sentido y a mejorar la competencia lingüística del usuario. Así que, quien quiera aprender lengua, que estudie literatura, mucha literatura, porque sólo los buenos libros podrán remediar la plaga que se nos avecina de los gramáticos a palos.
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Gramática, ¿para qué?2
Alex Grijelmo
¿Qué es la gramática? La gramática es el estudio sistemático de las relaciones que han tejido entre sí las sílabas, las palabras y las oraciones. Ellas mismas se han organizado, sin que nadie les haya mandado nada. ¿Quién habría podido hacer eso? Nadie. Todos estos elementos de la lengua se han acostumbrado a vivir en su gran nación, en la que han formado asambleariamente su propio gobierno, sus normas de tráfico y hasta su policía y su camión de la basura. Las palabras han creado su apetito y también su propio sistema de alimentación, han generado las venas por las que circulan sus conexiones y han heredado los genes que las alumbraron para cederlos luego a los nuevos vocablos que se formen con ellos.
La vulneración de ese sistema produce supuraciones: la redundancia del pleonasmo, la descoordinación de las concordancias, la incoherencia de los tiempos y los modos… Esas supuraciones no suelen ser graves, pero muestran generalmente algún problema que, si no se atiende, puede degenerar en una infección mayor que afecte incluso al pensamiento.
Han existido durante estos siglos muchos gramáticos, desde luego. Pero su trabajo llegó cuando ya las palabras, las sílabas y las oraciones se habían organizado a su aire, como el otorrinolaringólogo llegó después de que se creara la garganta. Ellos —los gramáticos y el otorrino— se limitaron a explicar cómo funcionaban.
Ahora bien, si queremos hablar con corrección y, sobre todo, expresarnos con inteligencia, igual que si queremos vivir en higiene y salud, debemos conocer las fuerzas de la naturaleza, y también aquella que los vocablos, las sílabas y las oraciones se han dado a sí mismos sin que nadie les pudiera decir nada.
Leamos estas palabras:
Is res matícagra al tidadíver lararim depue noc ciagra mosbesa.
Todos los vocablos de esa línea están formados con letras de nuestro alfabeto, incluso podemos pronunciar sus sílabas sin dificultad. Pero no entendemos nada. ¿Por qué? Porque en ellos se ha roto el núcleo de su significado. Es como si un coche tuviera el volante en la parte de atrás y los faros apuntaran hacia el auto que le sigue, y en vez de tener las ruedas abajo las llevara en el techo. O como si creáramos un cuerpo humano con los órganos desordenados, de modo que el corazón no repartiera sangre sino aire, y los pulmones estuvieran conectados con las venas y no con la nariz. Casi ni diríamos que es un coche ni diríamos que es un ser humano, aunque ambos cumplieran todos los requisitos para serlo por disponer de los elementos necesarios.
Recompongamos ahora los vocablos cuyas sílabas habíamos alterado:
Si ser gramática la divertida mirarla puede con gracia sabemos.
Enseguida nos damos cuenta de que las palabras nos suenan ya conocidas, pero también de que la frase no pertenece a nuestra gramática: los coches, que ya están aquí bien hechos y tienen las ruedas sobre el suelo, no nos sirven para llegar al lugar adonde nos dirigimos; se han despistado porque las calles cambiaron de dirección y ellos entonces no van a ningún sitio. Las venas conectan ya con el corazón, pero se han hecho un nudo y no saben repartir la sangre por el cuerpo. Entendemos ahora lo que significa cada una de esas palabras, y sin embargo el significado de todas ellas juntas nos resulta desconocido. Han caído en el desorden, y ninguna ha aparcado donde le corresponde.
No nos deprimamos: las mismas palabras nos servirán para construir esta alternativa:
La gramática puede ser divertida si sabemos mirarla con gracia.
¡Ahora sí! Ahora sí tenemos unos términos que responden a las normas de nuestro léxico y de su morfología, y una relación entre ellos que respeta la sintaxis.
Con todo esto, nos damos cuenta a la vez de que ese orden tiene que ver con nuestro pensamiento. No pensamos en nada si se nos viene a la cabeza la frase desordenada anterior («si ser gramática la divertida mirarla puede con gracia sabemos»), salvo en que estamos diciendo una tontería; ni podemos pensar nada con las palabras cuyas sílabas se habían alterado (is res matícagra al tidadíver lararim depue noc ciagra mosbesa), salvo en que tal vez se trata de un idioma desconocido.

El orden gramatical es, por tanto,
el orden de nuestro pensamiento.

Y el orden de las sílabas constituye igualmente el reflejo de su significado.
Los errores que oímos en nuestra vida cotidiana no llegan a la magnitud de los ejemplos anteriores, pero a menudo percibimos que una persona dice o escribe frases que, por incorrectas, no están bien pensadas. Y si eso le sucede con frecuencia a un mismo interlocutor, podemos preguntarnos entonces qué calidad puede tener su inteligencia.
Eso no implica que el orden haya de ser igual en todos los idiomas (en alemán, por ejemplo, los verbos van al final de la frase; y una palabra como is existe en otras lenguas, pero no en español). Sin embargo, cada persona que piensa en su propio idioma necesita de su gramática para que el pensamiento funcione y para entenderse con los demás. Necesita, por tanto, de unas reglas; y le hace falta conocerlas bien, aunque sea inconscientemente.
Tal funcionamiento resultaría imposible, desde luego, si, colocadas las palabras en el orden necesario, no estableciéramos bien las concordancias.
Por ejemplo, así:
La gramáticas podía serán divertidas si sabríais la mirar con gracias.
Y también dificultaríamos la comunicación si confundiéramos los acentos:
La grámatica puedé ser divértida si sábemos mirarlá con graciás.
Las palabras no se dejan manejar así como así. Ellas tienen, como hemos dicho, sus propias normas. Y quien no las sigue dificulta sus posibilidades de hacerse entender y, por supuesto, de convencer a los demás. [...]

1 El País. 14 de diciembre de 1999. p. 21.
2 La gramática descomplicada. México, Taurus, 2006. pp. 21-26. Título adaptado.

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